24 de septiembre de 2013

Allí te hallabas, como cada tarde, sentada en u silla roja, mirando su botella azul, ¡como si en ella se fueran a reflejar las palabras! No... Sabes que no es así, eres demasiado lista, pero tu boca y tu bolígrafo no dan para más. ¿Qué intentas, bonita? Ni Bukowski está a tu alcance, sin embargo tu esfuerzo por escribir sobre cosas feas de una forma bonita deja anonadado hasta al más ingenuo. Sabes de sobras que no emplearás palabras tales como "estupefacto" o "afianzamiento", pero... ¡Vaya! Un mosquito acaba de entrar por la ventana, mosquito u otra forma de entretenerse, llamémosle como quieras. Venga, levántate a por el repelente. Recorre el pasillo, cruza el comedor... El borracho de tu padre no está, pero la marca en el sofá de su enorme trasero permanece allí, y da la sensación de que por mucho que tarde en llegar ella le esperará deseosa, esperando a que vuelva a aposentar su culo sobre ella. Habrá ido a por más cerveza, aunque tu gran fantasía es que vaya  a por tabaco, y como en las películas mediocres que emiten en Telecinco un sábado a las tres, no vuelva jamás. Pero eres realista, y volverá. Ah, sí, el repelente... Bueno, no queda. Así que vuelves a tu silla roja, tu botella azul y el bolígrafo negro. The Smiths en los altavoces, a toda hostia. Y un nudo en la garganta -mejor un nudo que un trozo de pan-. Mientras piensas algo por lo que valga la pena escribir se te pasa por la cabeza la frase que oíste días atrás decir a tu profesora de historia: "Lo habréis entendido todo cuando seáis capaces de explicárselo a vuestra abuela y hacer que ella también lo entienda". ¿Recuerdas lo primero que pensaste? "Vaya, yo no sería capaz de explicarme ni al mismísimo Albert Einstein". Miras la hora, las siete y cuarto. Ya hacen ocho horas de tu última comida (un tomate picado, sin aliño, 23 calorías). Haces un esfuerzo por no levantarte y darte un atracón, de esos que ya casi se habían extinguido. Otro cigarrillo, ya van diez colillas en el cenicero. Notas el humo entrar en tus pulmones, cierras los ojos y notas como una cortina de humo invade tu hambre. Apenas recuerdas el principio de toda esta mierda, no sabes cómo descubriste que tansolo te sientes guapa cuando te estás muriendo de hambre por dentro, no sabes cuándo, pero sabes que lo descubriste. Recuerdas lo mucho que te costaba no comer al principio, los atracones, y también los vómitos de después. Eso era lo peor... Notar el amargo sabor del vomito pasar entre tus dientes, la boca agría después y la voz ronca. Recuerdas lo rápido que bajabas de peso antes. Y a pesar del autocontrol que tienes hoy en día, es mucho más difícil. Te consumes casi más rápido que la mierda esa que le metes a tus pulmones, te matas. Pero una cosa la tienes clara: Esta Cenicienta ya pisa con pies de plomo.