3 de mayo de 2013

Él era demente y ella de menta.
Estaban en el coche. Una de sus manos en el volante, la otra en el muslo de ella. En su preciosa y casi perfecta pierna. En los semáforos en rojo la contemplaba como se contemplan los paisajes de otoño, con la boca abierta y perdiendo la noción del tiempo. Durante todo el trayecto ella sólo respiraba, su respiración era fuerte, fuerte y preciosa. Queda raro decir que tenía una respiración bonita. De repente le hizo parar el coche, aún no estaban en ningún sitio, pero ella escusó su urgencia con la necesidad de un beso. Ese beso llevó a que la mano derecha de él subiera y subiera, hasta llegar a rozar sus pantalones, cortísimos. Ella le acariciaba la cara. Sin que ninguno de los dos se dieran cuenta ella ya se encontraba encima de él, buscando la posición en la que su rodilla no se encontrara con el freno de mano. Alardeó de saber quitar muy bien el sujetador, bien y rápido. Y en un abrir y cerrar de ojos se encontraron, ella sin sujetador, él sin camiseta y a oscuras, alumbrados tan solo por los focos del coche.

-Sabes a caramelo, las chicas no deberían saber tan dulce.